Monica Páez Espinosa
Pensar en el archipiélago de Galápagos nos lleva casi inevitablemente a imaginarios estetizados de evolución, a la imagen de un paraíso natural intacto, a un museo viviente de la ciencia moderna. Esta ciencia y la exotización turística, han trazado sobre el archipiélago un mapa hegemónico de pureza, equilibrio y excepcionalidad. La historia ha convertido a estas islas en emblema de lo natural “puro”, en símbolo global del equilibrio ecológico. Pero, ¿Qué pasaría si las islas pudieran hablarnos? ¿Qué dirían de los cuerpos que las han caminado, del deseo que las han cruzado, de las heridas que no aparecen en las guías de viajes? ¿Qué pensarían de los cuerpos humanos y no humanos que las habitan? ¿Cuál es la memoria que deja nuestro transitar?, ¿Qué pasaría si las islas pudieran contarnos su propia historia?
“Dialogos de una isla” no busca una verdad, sino una posibilidad de escucha. Una conversación entre la isla y quien la habita, desde lo sensible, lo fragmentado, lo íntimo. Una manera de pensar el habitar más allá del control, como un reconocimiento, como un afecto.
La historia oficial se escribe desde la distancia: colonizadores, científicos, turistas, conservacionistas, todos observan. Pero este ensayo busca escuchar, escuchar a la isla como un cuerpo vivo, afectado, herido, sensible; no es un texto objetivo, ni neutral. De una deriva subacuática, florece una deriva poética y política que interpela el habitar desde la memoria, la grieta y el cuerpo.
Habitar Galápagos no puede seguir siendo entendido como un acto de posesión o uso. No es dominar, sino reconocer. Transformar los conceptos de habitar implica desjerarquizar la relación entre humanos y naturaleza, entre ciencia y afecto, entre centro y periferia. Habitar Galápagos implica un gesto político y sensible. No se trata de ocupar, sino de vincularse. No es vivir “en” la isla como un decorado, sino con ella como cuerpo-agente, como sujeto que también observa, recuerda y reacciona.
Desde la propuesta de Arte y Agencia de Alfred Gell, podemos entender que los objetos —y por extensión los entornos— no son pasivos. Para Gell, el arte (y podríamos decir también el paisaje) actúa como un sistema de agencia: los objetos afectan, se comunican, operan como sujetos. La isla, entonces, no es un mero espacio sobre el que se despliega la actividad humana, es cuerpo-agente, con memoria, con voz, con cicatrices. No es un fondo pasivo sino una presencia viva que afecta y transforma. Una isla que dialoga, que interpela.
“Los pies se endurecen de tanto caminar, las plantas se llenan de grietas por donde cruzan recuerdos y anhelos. Las piedras, los espinos las vuelven impenetrables.”
“Parpadeo lentamente buscando esos destellos de luz que un día me trajeron al paraíso, acelero el movimiento buscando claridad y veo como despiadadamente el tiempo corre sin dejar espacio a la introspección, busco transparencia.”
La hegemonía global ha convertido a Galápagos en un ícono natural, patrimonio de la humanidad, objeto de deseo científico y turístico. Pero ese relato dominante no es inocente, es una construcción colonial y capitalista que encubre las tensiones que atraviesan el territorio: desigualdades, desplazamientos, extractivismos, se instrumentaliza la conservación y el turismo para reproducir desigualdades. Las imágenes de equilibrio y pureza ocultan los cuerpos precarizados que también la habitan. Ocultan las islas heridas.
“Corta es la memoria de gratitud y profunda la de rencor. Olfateando como buitres en búsqueda de carroña, arrasan con el patrimonio para culpar a quien menos oportunidades ha tenido. La hegemonía lidera sin clemencia.”
“Fácil juzgar desde el privilegio, desde la ignorancia, desde la conveniencia. Evolución de la naturaleza, involución social que responde al terror del poder mercantilista de títulos y falsos propósitos.”
La isla no es solo biodiversidad, es historia migrante, es desigualdad institucional, es deseo censurado. Escuchar a la isla es dejar que esa complejidad se exprese. Que su memoria no sea solo científica, sino también sensible.
Habitar, entonces, no puede pensarse desde el turista ni desde el naturalista. Se trata de crear formas de estar que reconozcan el dolor, la historia, los afectos rotos, las tensiones no resueltas. Galápagos no es un parque temático. Son islas-cuerpo, vivas, marcadas.
La experiencia del habitar no es solo política. Es también emocional, íntima, fragmentada. El cuerpo siente lo que la isla calla. En la piel, en el deseo, en la angustia, el paisaje se repite. Somos cuerpos insulares, heridos, respirando con dificultad, tratando de flotar. La deriva subacuática es también una inmersión emocional. Como en el fondo del mar, la visión se nubla, los sonidos se transforman, el tiempo se expande. El cuerpo —como la isla— se vuelve vulnerable. Las heridas personales se cruzan con las territoriales. Las emociones se vuelven geografía.
“El perdón: una fantasía llena de dolor, una máscara, un alfil que usa, tira, recupera. Máscaras que se caen, por sus grietas se filtran las profundas verdades de la angustia, impotencia y aceptación.
“Un mar bravo, apenas alcanzo a respirar, las olas me arrastran, me llevan al fondo y de repente me sacan a la superficie para que apenas recupere algo de aire me vuelva a hundir, oscuridad absoluta, se congelan las ganas, se muere el deseo.”
“Soledad, vacío infinito, cubierto, disfrazado. Ausencias que abren grietas, distancias que dejan vacíos que se cubren con sueños, diálogos internos, despertares de dolor.”
La isla se vuelve espejo de una emocionalidad fragmentada, contradictoria. No hay armonía ni equilibrio, sino corrientes que arrastran, que agotan, que devuelven a la superficie solo para volver a hundirnos. No hay redención en este relato, no hay armonía ecológica ni comunidad ideal; hay contradicción, hay pérdidas, hay preguntas sin respuesta. Pero hay también grietas que permiten que algo crezca, que algo pase, que algo se sienta.
El discurso oficial necesita héroes y finales felices. Pero la isla no es un cuento, talvez, ni siquiera necesita ser contada ni necesita ser salvada; necesita ser escuchada. Y su voz es también caótica, dura, herida, son fragmentos, son cataclismos, son promesas incumplidas.
“Cataclismo, buscar paz en la naturalidad y encontrar caos, buscar sanar en la distancia y encontrar más heridas, intentar cerrar heridas con ideales que desaparecen como la espuma que llega a la orilla del mar.”
“Oportunismo, incoherencia, mentiras, idilios construidos de imaginarios, verdades a medias, buscando tapar el brillo del sol, conveniencias, poder, estatus, prejuicios.”
“Hogares construidos de rupturas, fantasías permeando ideales, sinfonía de destrucción, el ego dominante de razón, el cuerpo una isla. Maldad disfrazada de empatía, intereses individuales.”
La agencia de la isla no está en su belleza intacta. Está en su capacidad de resistir, de fracturar, de interpelar. Como el arte según Gell, la isla nos mira y nos afecta, nos devuelve la mirada, nos incomoda. La isla no ofrece respuestas, afecta, provoca, interpela. Nos exige desandar los relatos cómodos para habitar las fisuras, las contradicciones, los silencios.
Esta deriva subacuática no tiene un final. Es apenas un momento de suspensión, una bocanada de aire entre inmersiones. Escuchar a la isla no implica comprenderla del todo, implica disponerse a sentirla, a dejarse afectar. Tal vez no se trata de restaurar un equilibrio ideal, ni de volver a un origen puro; tal vez habitar las islas —y nuestros propios cuerpos—isla— implica aceptar las grietas, las rupturas, las memorias que no cierran. Tal vez sanar no sea cerrar, sino aprender a respirar entre fragmentos.
“Por las grietas se filtra vida. Cuando ves la vida a través de las cicatrices, casi todo hiere. Sanar implica tener las herramientas para regularte y consolarte.”
Este ensayo no busca respuestas. Solo una forma de estar, más lenta, más atenta, más vulnerable. Galápagos no es una postal, es una herida abierta y en esa herida también hay posibilidades. Tal vez el verdadero diálogo no sea hablar, sino aprender a escuchar sin traducir, habitar sin dominar, estar sin poseer, sentir sin clausurar. Dejar que la isla —como el cuerpo— se exprese, con sus grietas, con sus mareas, con sus silencios.