Mateo Caballero
Cuando era muy pequeño, mi padre y yo jugábamos a viajar en avión. Me subía a su cama y nos cubríamos con una manta. Apoyaba la cabeza en su pecho, y él empezaba a imitar el sonido del motor de un avión, como si fuera un zumbido grave. Al cabo de unos segundos se detenía, y nos destapábamos, pues habíamos aterrizado en algún lugar nuevo, que él describía para que yo pudiera imaginarlo. A veces viajábamos muy cerca y nos encontrábamos con parientes, con personas conocidas. Otras veces me hablaba de lugares lejanos, que no sé si en realidad conocía, o solo había visto en libros o enciclopedias. Imaginábamos ciudades con rascacielos y trenes subterráneos, o me hacía sentir la brisa al pasear entre los álamos de la quinta donde vivió cuando era niño. ¡Qué asombrosos eran esos viajes! Recuerdo la vibración de su pecho, el calor del aire atrapado debajo de la manta, y el alivio del aire fresco que respiraba cuando la levantábamos, al llegar a un nuevo destino para explorar.
Mi relación con mi padre siempre ha sido de gran cercanía y de temas compartidos. Aunque él no se dedicó al arte, siempre ha sido un entusiasta de la música y la literatura. Todavía hoy conversamos con curiosidad sobre nuestras lecturas y sobre las imágenes y los sonidos que nos conmueven. Hace algunos años que vivimos en ciudades distintas, pero siempre encontramos la forma de mantenernos en contacto.
Tiempo después de que mi padre se fuera a vivir a Santa Cruz, y dejara bajo mi cuidado algunas de sus pertenencias, me encontré con una caja de fotos de viaje: cientos de fotografías y negativos de un recorrido que hizo hace casi treinta años. Recuerdo que viajó solo, para estudiar al otro lado del mundo, y que luego se quedó unas semanas más para recorrer esas tierras con las que alguna vez había soñado. Volvió lleno de relatos fascinantes y con ese cargamento de imágenes tomadas con cámaras desechables que, en los años noventa, todavía había que revelar y copiar en un laboratorio. Con el tiempo, los relatos se fueron silenciando y las fotos quedaron a salvo del polvo, pero entregadas al olvido.
Para mí, el hallazgo fue una oportunidad de reencuentro con mi padre a través de la imagen, a través de los mecanismos de exploración artística que en ese momento estaba estudiando.

No era la primera vez que me acercaba a mi familia para trabajar en un proyecto artístico, y mucho menos la primera en que involucraba a mi padre en mi proceso creativo: desde siempre le he pedido que me ayude a corregir mis textos o a discutir mis ideas. Pero esta vez era distinto: pensaba involucrarlo de manera activa, en el rol de coautor, de cómplice. Se lo propuse, y accedió sin dudarlo, a pesar de sus múltiples ocupaciones y del máster en literatura que cursaba por entonces, a sus casi 74 años.
Mi intención era revisitar esas imágenes encontradas. Hablar de su tiempo y del mío. Encontrar una estrategia para escribir de manera conjunta, aunque mi medio no fuera necesariamente la escritura. Había encontrado una nueva manta para cubrirnos las cabezas y volver a viajar juntos.


Tenía una intención adicional: volver a hacer fotos. Soy un fotógrafo al que, por algún motivo que no logro explicar, le cuesta fotografiar. A veces me obligo a llevar la cámara a mis viajes o a mis recorridos por la ciudad, pero muy rara vez la saco. A través de las fotos de mi padre quería encontrarme también con el fotógrafo que fui, al que le había perdido un poco la fe.
Tras hacer una selección de la gran cantidad de fotos que había en la caja, viajé para encontrarme con mi padre y experimentar juntos el emotivo reencuentro con las imágenes que hacía casi treinta años no veía. Mi padre no se reconocía en las imágenes. O sí, pero confesó que al verse sentía que miraba a un espejismo del pasado: “Ya no soy el de las fotos”. De cualquier manera, empezó a recordar, a recorrer imaginariamente los lugares que veía en las fotografías que yo había desplegado sobre la mesa, sin ningún orden. Las organizó y les dio forma de relato. Me agradeció que hubiera propiciado ese momento.
Mi propuesta era dialogar con sus imágenes, despertar ese archivo que había dormido durante tanto tiempo, a través de nuevas fotografías que tomaría yo, y a las que él respondería con textos nuevos, con nuevas asociaciones de sentido. Durante tres meses salí a caminar por mi ciudad con una cámara y varios rollos de película, primero obligándome a hacer fotos, y luego entregándome al andar, al acto de recorrer calles desconocidas, como un turista, como mi padre había recorrido otros rumbos, hacía ya tantos años. La textura y los colores de la película caducada hacían que las fotos actuales pudieran confundirse con las más antiguas. Cada semana, después de recogerlas del laboratorio (tras enfrentarme también al ritual de la espera y la pérdida de imágenes fallidas), me encontraba virtualmente con mi padre para seguir jugando, para seguir cruzando imágenes en palabra y fotografía.


Llegó un momento en que decidimos que ya teníamos suficientes imágenes como para estructurar un cuerpo de obra conjunta. Imágenes para dialogar entre su tiempo y el mío. Entonces volvimos a encontrarnos en persona. Llevaba las fotos impresas y pasamos el día editando, armando relatos, escribiendo universos. Al revisar juntos las fotos, me di cuenta de que mis imágenes se parecían a las suyas. Había cambiado mi forma de mirar, para hacerlo un poco como miraba mi padre. Era como si, al emplear el mismo idioma, se me hubiera pegado su acento al hablar. No era un acto consciente de imitación, sino algo más sutil: una manifestación de afecto.
Mi forma de acercarme a la imagen, en la actualidad, es a través del bordado. Me interesa la superficie de la fotografía como un espacio para la intervención textil, que le otorga una dimensión táctil y añade nuevas temporalidades. Si la fotografía, en sí misma, es un contenedor de emociones del momento en que fue capturada, la modificación de su cuerpo a través del bordado le suma nuevas posibilidades de archivo, y otras formas de lectura. Una lectura que también se hace con los dedos. Quien borda incorpora silencio, pausa y respiración en la labor; incorpora sus propios ritmos. La aguja perfora y el hilo repara, establece vínculos. Bordar sobre una fotografía es, en cierta manera, dialogar con ella, abrir los sentidos a nuevas reverberaciones. Es susurrar al pasado y proyectar una escucha futura.
No solo soy hijo, también soy padre.

Aunque nos separa un océano, he intentado trazar un camino con mi hija desde la imaginación y el deseo, sosteniendo su presencia en mis pasos. Con ella, todos los viajes son imaginados: escenas inventadas, preguntas lanzadas al viento, sin saber si alguna vez hallarán respuesta. Pero en esa ficción insistente he depositado mi experiencia de paternidad y el anhelo de una cercanía que aún no ha sido posible.
En este proyecto me propuse extender ese abrazo de los tiempos… Empecé a pensar las imágenes como mensajes velados al futuro. Mensajes a la espera de que alguien (quizás mi hija) pueda acercarse a ellas desde la posibilidad de un nuevo bordado conjunto.
Aunque nos separa un océano, he intentado trazar un camino con mi hija desde la imaginación y el deseo, sosteniendo su presencia en mis pasos. Con ella, todos los viajes son imaginados: escenas inventadas, preguntas lanzadas al viento, sin saber si alguna vez hallarán respuesta. Pero en esa ficción insistente he depositado mi experiencia de paternidad y el anhelo de una cercanía que aún no ha sido posible.
En este proyecto me propuse extender ese abrazo de los tiempos… Empecé a pensar las imágenes como mensajes velados al futuro. Mensajes a la espera de que alguien (quizás mi hija) pueda acercarse a ellas desde la posibilidad de un nuevo bordado conjunto.
Para bordar fotografías, primero es necesario hacer una trama perforada que permita el paso de la aguja y el hilo. Bordé las imágenes dejando, en algunos casos, una porción de la trama sin bordar, con la ilusión de que, en el futuro, otras manos puedan despertar las imágenes y cargarlas con la impronta de su pulso. Es mi forma de mandar un mensaje en botella, que puede ser recibido por cualquiera, pero que tiene un destinatario concreto.
Bordar las distancias.
Este proceso me ha permitido un acercamiento a las imágenes de mi padre y a las mías propias desde otros lenguajes. Una forma de bordar las distancias. La obra propone entonces un entrelazamiento: de miradas, de gestos, de generaciones. Es un álbum que se transforma en correspondencia. Un archivo expandido que acoge el juego, el afecto y la pregunta por el legado. Una invitación al viaje, ahora con varias mantas posibles: mantas hechas de recuerdos e hilos de relato, pero también de escucha, de manos que se suman, de historias que encuentran en la imagen un lugar para ser tejidas. Porque este trabajo, aunque nace del gesto íntimo, no se cierra en sí mismo: deja espacios abiertos, invita a ser continuado. Es una obra que, al desplegarse frente a otros, propone un trenzado común de emociones compartidas.
Inconscientemente, escribo como si fuera para los ojos de mi padre o de mi hija, pues este trabajo ha funcionado de esa manera: como un mensaje transversal en el tiempo. Uno que puede ser desplegado en cualquier momento, por mi, por ellos, o por cualquier persona que decida entrar en este juego de recuerdos, andares e intervenciones de imágenes. Porque, en el fondo, esta obra es también una reflexión sobre ser hijo y ser padre: sobre sus presencias y ausencias, sobre la memoria compartida y sobre los gestos que buscan permanecer, bordando vínculos a través del tiempo.
Espero que este relato y esta obra, puedan, en cierta forma, convertirse en manta de juegos y viajes imaginarios, para ti. Y que, al acercarte a estas imágenes y textos, sacudas tus propias presencias y ausencias.
Que se convierta en una reverberación.
En un eco.
El eco de un eco.
La Paz, Bolivia, junio de 2025.