La vecina del frente

por Cristian Velasco

En el departamento que habito en la ciudad de Santiago, un segundo piso de un edificio en la calle Miguel Claro de la comuna de Providencia, junto a mi mujer, tenemos una terraza muy cómoda que mira al sur oriente. El departamento tiene una maravillosa vista a la cordillera que se extiende enormemente a no más de 10 km de distancia. El sol sale por detrás de las montañas y desde nuestro dormitorio podemos ver el amanecer todos los días. Por la tarde el sol le pega de frente a los cerros y éstos se ponen rojos y morados. Todas esas maravillosas tonalidades de los crepúsculos, sumergidas entre los nodos rocosos y la nieve blanca durante el invierno. La cordillera nevada entre los meses de julio y agosto es un verdadero espectáculo. Un potente regalo de la naturaleza que se extiende como un gran espejo mágico a lo largo del territorio local.

La cordillera de Los Andes se constituye como un muro natural que nos separa del resto del mundo definiendo parte importante de nuestra personalidad. Esa sumatoria de cerros nos protege, nos cuida y nos aísla del mundo por el lado este, otorgándonos una personalidad ensimismada y retraída, con cierta desconfianza y recelo al otro. Como si la montaña dificultara aspectos comunicacionales entre las personas y el resto del mundo. Si bien el chileno suele ser una persona alegre, pareciera siempre tener algo de suspicacia en sus relaciones. De hombros más bien caídos y un esquivo a la mirada, los cuerpos que habitan en Chile, de alguna manera, se han visto afectados por su geografía.

Mirando directamente hacia el sur, a unos 15 m se encuentra un edificio de tres pisos. Con una construcción de los años 70, separado en dos bloques y con terrazas en sus ventanas, se torna amable y poco agresivo. Tiene un paso peatonal que, tras acceder por unas rejas (que se bloquean a las diez de la noche), conecta la calle José Miguel Claro con un pequeño pasaje que se encuentra en la parte de atrás. Es el pasaje Navarrete. Una construcción de casas de fachada continua de comienzos de 1900, que fue declarada zona típica en el 2008, gracias a la gestión de los vecinos. Una de esas callecitas donde se generan distintas dinámicas de convivencia entre los vecinos y que alberga un aire amable y sencillo. Aquí tuvo su chacra el general Julio Navarrete, Intendente de Talca y su sucesión abrió este pasaje que conservó su nombre.

Desde nuestra terraza miramos de frente al sur y frente a nosotros, los balcones de nuestros vecinos están orientados hacia el norte. Entonces nos vemos frontales a poca distancia, saludándonos cuando nos encontramos durante el día.

En el tercer piso viven dos mujeres de avanzada edad. Al comienzo no sabía eso. Sólo veía a una de ellas salir por la ventana tras la cortina de visillo y el marco metálico.

La vecina del frente me ha permitido observar su comportamiento cotidiano e imaginar una serie de cosas, asuntos por los cuales uno divaga inevitablemente, entre recuerdos, especulaciones e imaginarios. Dos mujeres que pasan sus vidas en ese espacio habitacional, cuyo ventanal es la principal fuente de luz y la terraza el espacio al aire libre que pueden habitar.

Cada día se establece como un rito lleno de hábitos y costumbres uniformes que constituyen su propia identidad. Lo que más me ha llamado la atención, es la manera en que entregan y reciben las llaves del departamento a un tercero que las visita a diario. Evidentemente es una persona que no vive con ellas, pero que a la vez existe en sus rutinas como un ente participativo y activo. Viene todos los días a dejar algunas cosas y para poder subir hasta el tercer piso, le tiran las llaves por la ventana. Luego, cuando se va del edificio y tras salir por la puerta principal con las llaves, las deposita en una bolsa (que ahora fue “modernizada” por un pequeño canasto) que la señora sube hasta el tercer piso. Es un mecanismo muy básico diseñado y confeccionado por la mujer del departamento para poder subir las llaves. Esta sencilla operación cargada de romanticismo y precariedad, nos muestra la construcción de un objeto funcional a partir de elementos mínimos –una bolsa, una cuerda y un palo que permite enrollar esta última-. Un dispositivo que despliega todo un imaginario a partir de su simpleza y que constituye un verdadero acto poético y performático. Me pregunto por qué motivo esta persona no toca el timbre y simplemente le abren la puerta para que pueda entrar y salir. Por otro lado, me pregunto por qué esa persona no tendrá sus propias llaves de manera de poder acceder libremente sin tener que esperar esta extraña operación rudimentaria y artesanal. No tengo muy claro qué es lo que trae o si se lleva algo además, pero siempre está por poco tiempo. ¿Quién será? ¿A qué viene realmente? Un hombre de cerca de 40 años con el que estas personas tienen una rutina establecida en sus dinámicas cotidianas y que han sabido desarrollar una forma de comportamiento propia en base a los niveles de vínculo, confianza y necesidad.

El rito cotidiano se compone así de una serie de elementos que constituyen una acción escénica, desarrollando una escritura en el espacio a partir del silencio y la repetición. Los elementos incorporados en esta operación le otorgan una dimensión propia al objeto y a la acción de subir las llaves, incorporando un lenguaje y una significación propia a este ejercicio cotidiano, estableciendo una dimensión situacional, donde los grupos de símbolos son vistos como una cadena que contiene un mensaje global (Víctor Turner. El proceso ritual).

 

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